domingo, 12 de octubre de 2014

LA POLÍTICA Y LOS VIAJES DE PLATÓN


La seducción de Siracusa

Mark Lilla, lector aventajado del pensador Isaiah Berlin, estudia en este ensayo, posfacio a Mentes inquietas, los intelectuales y la política, las razones que llevaron a muchos intelectuales europeos del siglo XX a avalar toda clase de tiranías, y pone de contraejemplo el rechazo de Platón a la tiranía de Dionisio en Siracusa.


Cuando Platón zarpó hacia Siracusa, alrededor del 368 a.C., albergaba, según él mismo relata, pensamientos contradictorios. Ya había visitado una vez la ciudad, cuando la gobernaba el temible tirano Dionisio el Viejo, y no lo había seducido demasiado la relajada vida siciliana. ¿Cómo, se preguntaba, podían los jóvenes aprender a ser moderados y justos en un sitio donde "la alegría consistía sólo en atiborrarse un par de veces al día y dormir en compañía todas las noches?" Semejante ciudad no podría nunca liberarse de un interminable ciclo de despotismo y revolución.
     ¿Por qué, entonces, decidió volver? Al parecer Platón tenía un discípulo en Sicilia, tierra que ahora no se mostraba tan imposible de reformar como antes este mismo discípulo había supuesto. Se trataba de un noble llamado Dión, que en su juventud se había convertido en devoto de Platón y de la causa de la filosofía, y que acababa de enviarle una carta en la que le informaba que Dionisio el Viejo había muerto y que su hijo, Dionisio el Joven, había heredado el poder. A la vez amigo y cuñado del joven Dionisio, Dión estaba convencido de que el nuevo gobernante se sentía interesado por la filosofía y deseaba comportarse de manera justa. Todo lo que necesitaba, según el punto de vista de Dión, era recibir una buena instrucción y nadie mejor que el mismo Platón para ofrecérsela directamente. Suplicó a su viejo maestro que lo visitara y éste, venciendo serios recelos, partió finalmente hacia Sicilia.
     EXIste un mito sobre Platón. De acuerdo con este mito, suele afirmarse que a él se le debe una propuesta temeraria: instituir, en las ciudades griegas, el gobierno de "reyes filósofos". Desde esta perspectiva, su "aventura siciliana" habría sido el primer paso para hacer realidad su ambición. En 1934, cuando Martin Heidegger retomó la enseñanza universitaria tras su vergonzoso periodo como rector nazi de la universidad de Friburgo, un colega ahora olvidado, para ahondar en el oprobio, le preguntó sarcásticamente: "¿De vuelta de Siracusa?" No se podría haber formulado de modo más ingenioso y acertado esta aguda observación. Sin embargo, los objetivos de Platón y los de Heidegger eran del todo diferentes. Según cuenta en su Séptima carta, Platón había soñado en ocasiones con entrar en la vida política, pero el régimen dictatorial de los Treinta de Atenas (404-403 a.C.) lo había disuadido por completo. Después, cuando el gobierno democrático que sucedió a los Treinta llevó a la muerte a su amigo y maestro Sócrates, él renunció a sus ambiciones políticas. De manera similar a su personaje Sócrates en El banquete, Platón llegó a la conclusión de que cuando un régimen es corrupto poco puede hacerse para modificarlo, salvo que se cuente con "amigos y asociados", es decir, con aquellos que son leales amigos —desde un punto de vista filosófico— tanto de la justicia como de la ciudad. Salvo por un milagro que convirtiese a filósofos en reyes o a reyes en filósofos, lo más que puede esperarse en política es la implantación de un gobierno moderado bajo el estable imperio de la ley.
     Sin embargo, Dión era un hombre decidido en su búsqueda del milagro. Se había convencido a sí mismo —y más tarde intentaría convencer a Platón— de que Dionisio era ese espécimen tan especial: un gobernante filósofo. Platón tenía sus dudas; aun así, confiaba en el carácter de Dión, aunque sabía que "los jóvenes siempre están en condiciones de caer presas de repentinos y repetidos impulsos inconsistentes". Sin embargo también razonaba —o quizá racionalizara sólo para sí mismo— que si no se aferraba a esta rara oportunidad y hacía el esfuerzo de llevar a un tirano hacia la práctica de la justicia, podría ser acusado de cobardía y deslealtad a la filosofía. Entonces aceptó ir a Siracusa.
     Pero el resultado de esta nueva visita no fue halagüeño. Lo único que quedó claro es que Dionisio deseaba adquirir una pátina de conocimientos, pero que carecía de la disciplina y la voluntad necesarias para someterse a los argumentos dialécticos y encaminar su vida en el sentido que indicaban las consecuentes conclusiones. (Platón lo compara con un hombre que quiere estar al sol y que sólo consigue quemarse.) Así como un médico no puede curar a un paciente contra su voluntad, tampoco es posible guiar al obstinado Dionisio hacia la filosofía y la justicia. En sus conversaciones, Platón y Dión incluso intentaron apelar a las ambiciones políticas del déspota, diciéndole que, como filósofo, aprendería a dotar de buenas leyes a las ciudades que conquistaba, ganándose con ello su amistad, lo cual podría utilizar después para extender así su reino más y más. Pero ni siquiera este argumento dio resultado. Prestando su oído a insidiosos rumores, Dionisio comenzó a albergar crecientes sospechas respecto de supuestas ambiciones políticas ocultas de Dión y dispuso su inmediato destierro de Siracusa. Cuando Platón fracasó en su intento de conseguir una reconciliación entre los dos amigos, decidió también partir.
     No obstante, volvió seis o siete años después, otra vez a solicitud de Dión, quien, mientras vivía en el eXIlio, había oído rumores acerca del retorno de Dionisio al estudio de la filosofía y se lo había hecho saber a Platón. Al principio, el maestro no reaccionó; sabía que "a menudo la filosofía ejerce este efecto sobre los jóvenes", y sospechaba además que la única intención de Dionisio era acallar los rumores que afirmaban que Platón lo había rechazado por su indignidad. Pero la misma línea de razonamiento que lo había llevado a emprender el segundo viaje lo hizo decidirse a hacer el tercero y último. Al llegar se encontró un hombre aún más arrogante, que ahora se consideraba a sí mismo un filósofo y del que se decía que había escrito un libro, algo que Platón el dialéctico se negaba rotundamente a hacer. Era una causa perdida. El pensador sólo se culpaba a sí mismo: "No tengo más motivos para estar enfadado con Dionisio que los que tengo para estarlo conmigo, y con los que me hicieron sentir la necesidad de venir." Dión no se mostró tan tajante. Tres años después de la partida final de Platón, atacó Siracusa con mercenarios, expulsó a Dionisio y liberó la ciudad. Pero tres años más tarde él mismo fue traicionado y asesinado. Tras varias rebeliones militares, Dionisio se hizo otra vez con el trono, hasta que fue depuesto por el ejército de Corinto, ciudad madre de Siracusa. El rey sobrevivió y retornó a Corinto. Se dice que allí acabó sus días enseñando sus doctrinas en su propia escuela.
     Dionisio es nuestro contemporáneo. A lo largo del último siglo ha tomado muchos nombres: Lenin y Stalin, Hitler y Mussolini, Mao y Ho, Castro y Trujillo, Amin y Bokassa, Sadam y Jomeini, Ceaucescu y Milosevic; la lista podría ser mucho más larga. Las almas optimistas del siglo XIX creían que la tiranía era una cosa del pasado. Después de todo, Europa había entrado en la era moderna y todos sabían que las complejas sociedades de este periodo, asociadas a seculares valores democráticos, en absoluto podrían ser gobernadas por los antiguos medios despóticos. Las sociedades modernas podrían ser autoritarias, controladas por frías burocracias y crueles condiciones de trabajo, pero nunca convertirse en dictaduras en el sentido en que lo fue Siracusa. La modernización podría volver obsoleto el concepto clásico de tiranía, e incluso las naciones extraeuropeas, también modernizadas, entrarían en un futuro posterior a estos regímenes. Hoy sabemos que era una idea errónea. Han desaparecido tanto el harén como el esclavo que probaba alimentos antes de que llegaran al rey, pero los sustituyen los ministros de propaganda y los guardias revolucionarios, los barones de la droga y los banqueros suizos. La tiranía ha sobrevivido.
     El problema de Dionisio es tan viejo como la creación. El de sus partidarios intelectuales es nuevo. La Europa continental alumbró dos grandes sistemas dictatoriales durante el siglo XX, el comunismo y el fascismo; del mismo modo, también creó un nuevo tipo social para el que necesitamos un nuevo nombre: el del intelectual filotiránico. Algunos de los mayores pensadores de este periodo, cuya producción sigue vigente para nosotros, se atrevieron a servir a modernos Dionisios, tanto de palabra como de obra. Sus historias son infames: Martin Heidegger y Carl Schmitt en la Alemania nazi; Georgy Lukács en Hungría; quizá algunos otros. Muchos, sin correr grandes riesgos, se adhirieron a los partidos fascista y comunista en ambos lados de la Cortina de Acero, ya fuese por afinidades electivas o ambiciones profesionales; algunos lucharon episódicamente en selvas o desiertos del Tercer Mundo. Un número sorprendentemente alto se convirtió en peregrino de las nuevas Siracusas erigidas en Moscú, Berlín, Hanói o La Habana. Como observadores políticos, coreografiaron cuidadosamente sus viajes por los dominios de los tiranos, con billetes de regreso en la mano, mientras admiraban granjas colectivas, fábricas de tractores, plantaciones de caña de azúcar o escuelas, aunque por una u otra razón nunca visitaban las cárceles.
     En su mayoría, los intelectuales europeos se parapetaron detrás de sus escritorios, visitando Siracusa sólo con la imaginación, desarrollando interesantes y a veces brillantes ideas con las que explicar los sufrimientos de personas a las que nunca mirarían a los ojos. Distinguidos profesores, talentosos poetas y periodistas influyentes unieron sus capacidades para convencer a todo el mundo de que los regímenes dictatoriales modernos eran liberadores y de que sus crímenes y excesos, observados desde la óptica apropiada, eran nobles. Necesitará un estómago verdaderamente fuerte cualquiera que hoy asuma la empresa de escribir una historia intelectual honesta del siglo XX en Europa.

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